viernes, noviembre 11, 2005

El Problema de la Tierra Caucana

A la hora de escribir estas líneas parece que se habría dado una tregua, pero sigue todavía un ambiente de alta tensión en el Cauca, donde integrantes de las comunidades indígenas continúan enfrentados a la policía, como consecuencia de que hace algunas semanas y hasta meses hayan invadido tierras ajenas en esa región, con la intención de reclamarle al estado que cumpla cabalmente con los compromisos de redistribución de tierras que ha adquirido hace casi una década.

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Como era de esperarse, porque no es ni la primera ni la última vez que suceden hechos similares, el gobierno ya había dicho que no permitiría las invasiones y que la policía tiene la orden de desalojar a los responsables. Al menos uno a dos indígenas han muerto, según su comunidad por medio de las armas de fuego oficiales, y un número mayor ha sido herido en los enfrentamientos con gases lacrimógenos, al igual que al menos uno de los policías ha sufrido quemaduras, presuntamente por cócteles molotov. Las tierras involucradas también han sufrido varios daños y pérdidas en medio del caos.

Sin duda que los pueblos indígenas que participan en las invasiones tienen la razón moral e histórica de su parte, al exigir de mil maneras que les cumplan con las obligaciones jurídicas adquiridas, sin olvidar que su reclamo responde también a la generalizada ausencia de una reforma agraria real en el país. Pero las invasiones son hechos de fuerza que, aunque a veces sean más tolerados por los gobiernos en países vecinos, aquí en Colombia son estrictamente ilegales, y no son vistas con buenos ojos aún por quienes simpatizan con sus causas y condenen la represión que sufren.

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Desde luego, nada de eso justifica que se utilicen armas de fuego en su contra, ni en general la represión policial, y menos cuando ésta va más allá de lo necesario y bordea la brutalidad. Pero, ¿al fin y al cabo, puede el autoritarismo del estado justificar el autoritarismo extraestatal, o vice versa? No lo creo.

Ninguna forma de violencia o de coacción excesiva, sea estatal o étnica, debería utilizarse para reclamar derechos colectivos, o en su defecto, para defender la propiedad privada. Las cosas hay que hacerlas dentro de la ley. Aún si todavía, según lo estipula la Constitución, no se le haya asignado un rol social a la propiedad privada en beneficio de la comunidad y/o de todos los resguardos. El estado tiene el deber de cumplir con todo el articulado de la ley suprema, que es la Constitución, lo que no contradice el que los acuerdos que se hayan firmado con los indígenas sigan vigentes, sean o no fáciles de poner en práctica.

Sin duda, no es un nudo simple de desatar. Las autoridades insisten en que los indígenas ya poseen la mayoría de las tierras en esa zona y que gradualmente se negociará con ellos para, eventualmente, cumplir con el resto de los compromisos, pero sin ceder a los chantajes y a las invasiones. Por su parte, las comunidades dicen que están cansadas de esperar, que las tierras que tienen son insuficientes frente a las cantidades acordadas con administraciones anteriores, que su productividad y riqueza es baja, y que como resultado sus necesidades siguen siendo amplias ante la indiferencia del estado.

Como si eso no fuera suficiente complicación, no sólo serían el gobierno y los grandes terratenientes de la zona quienes, lógicamente, se encuentran en conflicto con los indígenas. También las comunidades negras y campesinas están divididas ante el problema, pues aunque algunos de ellos apoyan las invasiones anteriores, dentro de ellas hay quienes sienten algo de envidia y de recelo hacia los indígenas porque los ven en una situación política y socioeconómica superior, mientras que ellos mismos no tienen tanta capacidad regional de convocatoria ni tanta visibilidad nacional.

Veo difícil que la situación cambie a largo plazo, pero debo insistir en una cosa: La negociación y la discusión deben emplearse, aún en medio de las dificultades tan dolorosas y lamentables a las que nos tienen acostumbrados la historia y la actualidad del país, para así conservar tanto la superioridad moral del derecho ancestral de los indígenas, como para mantener el respeto a la ley colombiana actual.

Aunque no se llegue a una solución inmediata, lo que todos quisiéramos, es preferible seguir por ese camino, el pacífico, contra viento y marea. Porque si se deja que la violencia triunfe y monopolice la discusión, entonces el derecho ancestral se verá manchado ante la población, y la ley (y por extensión el estado que la aplica) igualmente seguirá perdiendo su autoridad. Ojalá se pueda hacer lo suficiente por romper con la tendencia histórica y detener el progreso de esas consecuencias, que sólo nos llevarán a todo hacia peores destinos que los actuales.




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